sábado, diciembre 29, 2007

"Yo soy Iniesta y tú, no"

Hay un cierto tipo de gran jugador que recibe el trato de los futbolistas corrientes. Lo que les caracteriza está siempre más cerca de lo excepcional que de lo ordinario, pero suelen convertirse en subordinados de cualquier medianía. Con Iniesta empieza a ocurrir un caso muy parecido al de Paul Scholes, probablemente el mejor jugador inglés de la gran generación del Manchester United.

No habrá jugador más apreciado por los profesionales, pero nunca recibió en la selección inglesa el crédito que mereció. Peor aún, fue desplazado de su posición natural para dejar el sitio a las estrellas mediáticas: Lampard, Beckham y Gerrard. A Scholes se le ninguneó en el campo y siempre ejerció de chivo expiatorio en los frecuentes trastazos de la selección inglesa.

Como Scholes, Iniesta es un futbolista que comprende el juego con naturalidad, sin estridencias, con una profunda sabiduría. Es un manual con piernas, el ejemplo donde debería mirarse cualquier centrocampista para aprender el oficio y cualquier futbolista para sentirse comprometido con su profesión. Fuera de Messi, no hay jugador más importante en el Barcelona. Sin embargo, su destino parece que tiene algo de preocupante.

Iniesta fue sacrificado frente al Madrid en nombre de dos jugadores que tienen más nombre, pero menos juego. Por las razones que sean, Ronaldinho está en el agujero desde hace tiempo. Tampoco Deco ha manifestado en las dos últimas temporadas ninguna cualidad que le sitúe por encima de Iniesta. Es un futbolista venido a menos, con el problema añadido de su reciente lesión. No hace mucho, Carlos Martínez relataba una jugada del Barça en el partido que transmitía Canal +. 'Deco recoge la pelota y cambia de ritmo', se animó a decir. 'Sí, pasa de lento a más lento', añadió Michael Robinson.

En su papel de eterno subordinado, Iniesta fue enviado frente al ala derecha, exilio que pagó gravemente el Barça durante todo el primer tiempo. Sólo él tenía la oportunidad de orquestar el circuito de juego, pero terminó desesperado en la raya. Se marginó al mejor futbolista del equipo y se produjo una catástrofe por contagio: Xavi se aturdió en medio del caos, a Deco se le vieron las costuras y Ronaldinho no mejoró lo último que sabemos de Ronaldinho. Era sorprendente observar el alivio del Madrid ante la marginación del jugador que más temía.

Es hora de que el Barça y la selección reconozcan en Iniesta el indispensable jugador que es. Eso significa proclamar su importancia. Y eso se hace con decisiones que pueden no resultar populares políticamente. En el caso de Iniesta su categoría anima a una trampa: su nómada vida por el campo parece que se justifica por su condición de jugador total. Es bueno en todo, se le utiliza para todo.

Iniesta tiene un puesto muy definido en el campo. O figura en el eje, o se le impiden demostrar sus mejores cualidades. Este proceso de reconocimiento no puede esperar más, o puede volverse en contra del propio jugador. El fútbol es un mundo de clichés. Hace un año se dijo de Iniesta que era un jugador de 20 minutos. También se ha dicho que es un jugador sin carácter, de perfil bajo, sin quite, sin demasiada velocidad. Son falsedades perfectamente rebatibles que no merecerían un minuto de discusión.

Por desgracia, hay pocas cosas más difíciles para un futbolista que sobreponerse a los clichés. Una vez que se instala un tópico, la realidad no lo desmiente. El fracaso del Barça ante al Madrid debería servir, al menos, para proclamar lo que es evidente: es alrededor de Iniesta donde el Barça tiene que construir el equipo. Orillarlo, no apreciar sus méritos, supeditarlo a la celebridad de otros, es un error colosal que no se puede permitir ni el Barça, ni la selección española. Es algo clamoroso que Iniesta también necesita forzar. Ya es hora de que diga: 'Yo soy Iniesta y tú, no'.

Santiago Segurola en Marca.

domingo, diciembre 16, 2007

Viejos rockeros, héroes necesarios

Ryan Giggs, viejo rockero del fútbol, ha recibido la Orden del Imperio Británico, mérito que honra al segundo jugador que más partidos ha disputado con el Manchester United. Sólo le supera Bobby Charlton, cuyo sólo nombre dice lo mejor del club de Old Trafford. Giggs representa aquello que el fútbol necesita y frecuentemente olvidan: el testigo transmite los códigos, la experiencia y la sabiduría de los futbolistas que representan los secretos de un club.

Sabemos lo que significa la globalidad, con sus inconvenientes y ventajas. En nombre del nuevo mercado, en el fútbol se han cometido abusos, corrupciones y excesos. Pero el anterior régimen era peor. Se movía entre el paternalismo y un tratamiento esclavista de los jugadores. Si fuera por las organizaciones que ahora se lucran con las reglas que antes atacaron, el fútbol sería una finca pequeña, cerrada y sin futuro .

Uno de los aspectos más interesantes del nuevo fútbol es la relación entre los viejos valores y un mercado incesante. Es difícil hablar de patrias, canteras y vinculación en este tiempo. Puede que hasta sea mejor. Hace un rato que el fútbol es un elemento primordial de ocio en la sociedad actual. El ocio tiene un valor. Se consume. Es un negocio. El futuro no va a modificar esta realidad. Los viejos tiempos no regresarán.

Se podría pensar que la figura de Giggs no tiene valor alguno en este fútbol que se mueve a la velocidad de la luz. Ahí está un futbolista que ha defendido 16 años la casaca del Manchester United. ¿Y qué?, dirán muchos. Y dirán también que Giggs es una anacronía simpática que no representa nada de lo que ocurre en el fútbol actual, un dinosaurio en trance de extinción.

Sin embargo, la figura de Giggs emite un mensaje muy diferente. No es casualidad que cinco de las grandes instituciones del fútbol mundial depositen su legado en los jugadores formados en la cantera. Justo cuando todo invita a pensar en lo contrario, el Madrid, Barça, Milan, Manchester United y Liverpool están abanderados por futbolistas que forjados en sus filas desde niños.

Maldini se mantiene en el Milan con 40 años. Scholes, Giggs y Gary Neville sostienen la autoridad en el Manchester. Gerrard y Carragher son la insignia espiritual del Liverpool. ¿Y en España? Lo mismo. Raúl, Guti y Casillas significan más que nunca el vínculo con todo lo que significa el Real Madrid. El club les necesita tanto o más por lo que representan que por méritos futbolísticos, que son enormes.

Esta conciencia se aprecia tanto o más en el Barça, donde se ha equilibrado mejor que en cualquier otro club la relación entre el mercado y la cantera. Víctor Valdés, Puyol, Xavi, Iniesta y Messi han conocido los secretos del Barça desde niños. Son los herederos de Guardiola, Amor, Ferrer y Sergi. Y así sucesivamente. No es casualidad que los grandes equipos del fútbol mantengan lazos indestructibles con sus viejas culturas. Gran parte de su éxito radica precisamente en esta política inalterable.

Es más fácil que se genere un vacío insuperable en el Chelsea que en el Manchester United, en el Liverpool o en el Arsenal, cuya peculiar trabajo es un modelo novedoso de cantera. Aunque privado casi absolutamente de jugadores ingleses, el Arsenal ha interiorizado algo parecido a una cantera global. La mayor parte de sus jugadores, incluido Cesc, ha crecido en la factoría gunner. Cesc es para el Arsenal lo que Casillas para el Madrid, o lo que Messi o Bojan para el Barça.

El reconocimiento a Giggs no es, por tanto, un anacronismo. Su importancia merece difundirse más que nunca, especialmente para que los clubes no terminen fascinados por el mercadeo. Hace 13 años, Raúl era la ilusión de la hinchada del Madrid. Ahora significa la garantía de todo aquello que ha hecho grande al club. Sin él, sin Casillas, sin Guti, resultaría mucho más difícil, quizá imposible, trasladar a las nuevas generaciones de jugadores la verdadera trascendencia del Real Madrid.

Santiago Segurola en Marca

Gerrard, el poeta guerrero de Anfield


En 1963, Gerry and the Pacemakers pusieron letra y música al éxito You’ll never walk alone [Nunca caminarás sólo]. Aquella canción se convirtió en una filosofía de vida, en un escudo, en el catecismo de una religión llamada Liverpool. Para miles de personas, esa canción es rotundo juramento, invitación a la entereza, armadura espiritual. Un canto a la esperanza. Una melodía que se transmite de padres a hijos. Paisley, Dalglish, Souness, Rush o Barnes no tuvieron miedo de la tormenta y nunca caminaron solos a través de la oscuridad. Brillaron sobre la alfombra verde como hombres de honor primero, y como futbolistas de calidad después. Ahora, el estandarte de esos valores, la bandera de ese himno, la sostiene Steven Gerrard. Un hombre de honor.


Gerro responde al ADN del extinto One Club Man* [Expresión anglosajona que sirve para definir al futbolista que ha agotado su carrera deportiva ligado, durante años, a una misma camiseta y fiel a una filosofía de vida]. Ahora que corren malos tiempos para la lírica, Steven Gerrad resiste en la jungla del fútbol sofisticado y mercenario como un jugador de los de antes. Un One Club Man que recuerda a los aficionados los tiempos en los que nadie cambiaba de equipo, porque era más digno jugar para el barrio que por dinero. O por la Coca-Cola y el bocadillo. Las células de Gerrard se confunden tanto con el escudo del Liverpool que estamos no sólo ante un gran futbolista, sino ante un diario íntimo del club. Ante un tipo cuya principal virtud ha sido ser fiel a la tradición del Liverpool. Ante un hombre que sabe que la palabra de Bill Shankly - alma máter de los Reds - es sagrada, y que responde a una serie de mitos, ritos y símbolos de culto.

Cuenta la leyenda que durante su longeva etapa como jefe del Liverpool, Bill Shankly ordenó colgar en el túnel de vestuarios un cartel con la inscripción This is Anfield, -Esto es Anfield- con el único objetivo de recordar a sus jugadores para quién iban a jugar, y a sus rivales, para recordar ante quién iban a perder. Gerrard, aprendiz de Shankly, sargento chusquero de entrenadores y futbolista para el pueblo, recogió el testigo de Shankly. Fue en una rueda de prensa a mediados de los noventa, cuando un periodista del Daily Mirror le puso la cuestión encima de la mesa. Gerro, el tipo con cara de minero, gesto hosco y muy mala leche, respondió así a la cuestión:

- Cuando toco el cartel que Shankly mandó colgar en Anfield, me acuerdo de la gente. Gastan un dinero que no tienen, y no llegan a final de mes para estar con su equipo. Yo soy el encargado de defender su orgullo y su fe. Lo haría con mi vida si llegara la ocasión.

La ocasión llegó en Estambul, de la mano del Shankly español, Rafa Benítez, que armó un equipo ordenado, solidario y equilibrado que se plantó en la final de la Copa de Europa ante el Milán de Silvio Berlusconi. Según reza la película Braveheart en sus créditos, ‘En el año del señor de 1314, patriotas escoceses, hambrientos y en inferioridad, atacaron los campos de Bannuckburn. Lucharon como poetas guerreros. Como escoceses. Y se ganaron su libertad’. Según los libros de historia de la Copa de Europa, en el año del señor de 2007, patriotas de Liverpool, hambrientos y en inferioridad, atacaron los campos de Ataturk y remontaron un 3-0 en contra en la final más homérica de todos los tiempos. Lucharon como poetas guerreros. Como ingleses. Y después de echar el corazón por la boca, con prórroga incluida, después de una dramática tanda de penaltis, alzaron la Copa de Europa. Aquella noche, Steven Gerrard fue un William Wallace inglés sobre el césped. Jugó de lateral derecho, de interior, de cerebro, de interior, de segundo delantero e incluso de central, en la mayor exhibición de arrojo y compromiso que se recuerda en una final de Copa de Europa. Fue la final de una furia vestida de rojo. De Steven Gerrard, un duro de los de antes. Un poeta guerrero.

Rubén Uría en El Hacha

Homenaje a Sir Bobby

"Es mi amor, mi vida, mi droga, mi motivación". Bobby Robson, sobre el fútbol.

Sir Bobby Robson recibió el que quizá sea el último premio de su vida. Carcomido, a sus 74 años, por una enfermedad mortal, el ex jugador de la selección inglesa y ex entrenador del Barcelona, el Newcastle, el Ipswich Town e Inglaterra y muchos equipos más recibió el aplauso más sonado de la noche el domingo pasado en una gala organizada por la BBC para homenajear a los mejores deportistas británicos del año.

Como Robson no se ha batido este año ni contra Alemania ni contra el Real Madrid, sino contra un cáncer de pulmón y una parálisis parcial provocada por un derrame cerebral, lo que le dieron fue un trofeo en reconocimiento a su trayectoria profesional, honor que la BBC ha concedido, a lo largo del medio siglo que lleva celebrando este evento anual, a sólo cuatro deportistas: Pelé, Bjorn Borg, Martina Navratilova y George Best.

De los millones de televidentes que lo vieron salir al escenario, caminando con dificultad pero sonriente como un niño, ninguno dudó de que se merecía el galardón. No sólo por el más de medio siglo que ha dedicado al fútbol desde que comenzó como jugador profesional en el Fulham, a los 17 años, sino con igual mérito por la honradez, el buen humor y el entusiasmo que siempre ha rebosado.

Al aceptar el premio, el pequeño discurso que dio no llamó la atención a sus virtudes, sino a la gente que le ha acompañado en su largo viaje deportivo. "Nadie gana nada solo", declaró Robson; "este premio es ante todo una oportunidad para que pueda dar muchísimas gracias a toda la gente que me ha apoyado. Sin los jugadores, sin la gente que trabajó conmigo, no estaría aquí esta noche".

Muchos más no estarían donde están si no hubiera sido por él. Empezando por José Mourinho, el traductor que el club le puso cuando llegó a entrenar al Sporting de Lisboa y que después se llevó al Barcelona, en el que poco a poco fue asimilando la experiencia e información necesaria para convertirse en un exitoso y multimillonario entrenador. Lo triste es que Mourinho no le ha devuelto el favor. Desde que llegó al Chelsea, el portugués no ha contestado las llamadas de sir Bobby. Algún resentimiento, dice gente cercana a los dos, que Robson no acaba de entender. Tal vez porque carece de imaginación mezquina. Lo que es cierto es que Mourinho será un gran técnico y también un gran showman, pero no es un gran hombre. A diferencia de Robson, que, con la excepción de Mourinho, preserva el afecto de toda la gente que le ha rodeado a lo largo de su carrera.

En el Barça no le trataron muy bien al principio, traumatizado como estaba el mundo culé tras la salida de su venerado Johan Cruyff. Se reían de sus pobres esfuerzos para hablar el castellano y le llamaban abuelo, en parte porque era mayor, en parte porque se creó un consenso entre muchos analistas expertos del mundillo español de que no entendía nada de fútbol, de que carecía de visión y sofisticación táctica. Lo cual delató más que nada los prejuicios y la ignorancia de la gente que lo decía. Podría ser que no tuviera las virtudes ajedrecistas de su sucesor, Louis van Gaal, pero su trayectoria, definida siempre por una contagiosa energía motivadora, hablaba por sí sola. Lo que logró en los comienzos de su carrera como entrenador fue milagroso.

Convirtió al diminuto Ipswich Town en una potencia futbolística tanto en Inglaterra como en Europa. Ganó con el Ipswich la Copa inglesa y la de la UEFA y fue el equipo que más guerra le dio en la Liga al gran Liverpool de finales de los 70. Como seleccionador de Inglaterra, equipo con el que nadie ha hecho nada con la excepción de Alf Ramsey en 1966, tuvo dos excelentes Mundiales. En 1986 llegó a los cuartos de final, en los que Inglaterra quedó eliminada por la mano de Dios de Maradona, y en 1990 perdió en las semifinales contra Alemania por penaltis. Si Fabio Capello, el flamante seleccionador inglés, logra lo mismo, la reina le hará sir también.

Capello le venció en el mano a mano que tuvieron los dos en la temporada 1996-97 como entrenadores del Madrid y del Barça, pero una vez más, como ser humano, como buena persona, el solemne, engreído, sargento italiano jamás podrá competir con sir Bobby.

John Carlin en El País

lunes, diciembre 10, 2007

De la 'Liga de las alubias' al torneo del 'sushi'


La revolución del inspector Clouseau todavía no ha triunfado. La Liga de las alubias está viva. Y el deporte sentido como una guerra sigue vigente en la mayoría de los equipos de la Premier. Todo eso vino a decir la semana pasada el francés Malouda, un prodigio físico fichado este verano por el Chelsea. "Las sesiones de entrenamiento aquí dan miedo", avisó. "Son como los partidos. Sales desfondado. De hecho, durante los encuentros de verdad parece que los cerebros de todo el mundo estén apagados. La gente juega por instinto. En el Chelsea no controlan lo que comemos. Te puedes tomar lo que quieras, beber una Coca-Cola o lo que sea. Es bueno que haya venido aquí con 27 años: no he seguido la misma dieta que el resto de jugadores".

El enfado de Malouda es sorprendente por dos cosas. La primera: José Mourinho, el ex entrenador del Chelsea, profesionalizó los menús del equipo hasta el punto de contratar a Toni, sardo, aficionado del Inter de Milán, y cocinero del hotel en el que se concentraba el equipo. El trabajo de Toni lo supervisaba un médico. La segunda: Arsène Wenger lleva entrenando en la Premier League desde 1996.

El francés llegó al Arsenal con la misión de desmontar una plantilla liderada por un alcohólico, Tony Adams. Los gunners, en realidad, resumían las más rancias tradiciones del fútbol inglés, que hoy sobreviven de mitad de la tabla para abajo: judías y tostadas, carne asada y hamburguesas para comer. Cervezas tras los entrenamientos y los partidos. Vida en el pub. Cero verduras. Cero pescado. El defensa Lee Dixon le recibió diciéndole que parecía un profesor de geografía. Y Ray Parlour, toda una institución en el equipo, imitándole como si fuera el inspector Clouseau. Luego, la revolución que transformó a los mejores de la Premier. Todo empezó con un cronómetro, la Liga japonesa y el sushi.

"He vivido dos años en Japón y ahí probé la mejor dieta que nunca tuve", anunció Wenger en el vestuario. "Se basa fundamentalmente en vegetales hervidos, pescado y arroz. Sin grasas, sin azúcar. Cuando vives en Japón te das cuenta de que no hay gordos. Creo que en Inglaterra coméis demasiado azúcar y carne y no las suficientes verduras". Hubo jugadores que quisieron salir corriendo. El primero, Ian Wright, que hoy es la imagen de una campaña para enseñar a comer bien a los niños ingleses. Cuando le explicaron que tenía que comer brócoli, además de qué era el brócoli, se horrorizó.
"Wenger prohibió la Coca-Cola, acabó con las alubias en los desayunos y las cervezas en el autobus después del partido", recuerda Silvynho, antes en el Arsenal y ahora jugador del Barça. "Es estúpido trabajar duro toda la semana y desaprovecharlo por no prepararse apropiadamente", insistió Wenger a sus jugadores. Y los entrenamientos se acortaron. Cada ejercicio se empezó a medir con un cronómetro. Los estiramientos, una excepción hasta entonces, se hicieron habituales, así como la asistencia de un osteópata francés, el uso de suplementos vitamínicos y las visitas al Sopwell Hotel: estaba frente a las viejas instalaciones del Arsenal, tenía piscina, gimnasio y, sobre todo, cocina mediterránea. Antes del técnico francés, la pasta blanca, sin salsas; los vegetales y el aceite de oliva, la dieta mediterránea, eran una excepción en la Premier. Hoy, una generalidad en toda Gran Bretaña. En el Manchester United, por ejemplo. "Ahí la comida es parecida a la de otro equipo europeo", explica Walter di Salvo, preparador físico del Madrid, que lo fue durante tres años del equipo inglés. "Tienen nutricionista y trabajan sin ningún problema. Comen dieta de deportista, comida mediterránea".

"En el Liverpool ese tema está muy controlado", explica Xabi Alonso. "Tenemos un buffet donde comemos cada día. También hay consignas si comes fuera. Según los análisis que te hacen, te recomiendan comer unas cosas u otras. La alimentación es propia de deportistas".
"Comemos exactamente igual que en España, pero aquí está mejor organizado", coincide David Fernández, del Kilmarnock escocés. "Podemos comer en el club. Lo que cambia es que aquí se come bastante más tarde: comes a las 12 y juegas a las 3". ¿No queda nada de los viejos tiempos? "Una vez al año", explica Fernández, "tenemos la Christmas Night Out. Estás dos días seguidos bebiendo, sólo los jugadores, sin las mujeres, para hacer equipo y con permiso del club. Jugamos de 5 a 7 de la tarde. Luego nos vamos a cenar y hasta cuando sea. Al día siguiente nos levantamos, vamos a ver carreras de caballos, por ejemplo, y seguimos... hay quienes se quedan inconscientes en dos horas, y quienes ni beben. Depende de cada uno".

"Quedar para cenar con el equipo es una pérdida de tiempo. Ellos quedan a beber, no a cenar", cuenta Aranalde, jugador del Carlisle, de la Second Division. "No deja de sorprenderme que comiendo como comen puedan correr como corren. Yo sigo una estricta dieta mediterránea convencido de que es básico. Ellos comen guisantes con salsa, alubias, purés de patata... tres horas antes del partido".
"Para ellos la cultura es ésa: fútbol y cervezas", coincide Roberto Fernández, entrenador del Swansea, que no ha prohibido las fiestas, pero ha fijado un límite de cervezas. "Los jugadores son listos y lo entienden. Son muy profesionales. Si les dices que entrenen en gallumbos, se entrenarán en gallumbos. Pero hay cosas que pertenecen a su cultura y debes ir con cuidado".

Malouda sufre un choque cultural. Aún así, debe darle gracias a Wenger. Si hubiera llegado hace 10 años, Malouda estaría bebiendo cervezas hasta en los entrenamientos.

J.J.Mateo y Luis Martín en El País

El nómada y el sedentario

El 20 de noviembre asistí al partido Colombia-Argentina, que concluyó en Suramérica la primera fase rumbo al Mundial de Suráfrica. La selección albiceleste llegó a Bogotá con un récord perfecto y un técnico fantasma. Los ojos de Basile aún veían los cinco goles que los colombianos le anotaron antes del Mundial de Estados Unidos. El Coco tuvo la mala suerte de dirigir a Argentina esa noche y llegar al Campín 13 años después sin haber perdido la memoria.
La selección de Colombia ya no parece un surtido de la raza cósmica donde es lógico que un mulato sea rubio. Sólo se distingue de equipos africanos por sus nombres de realismo mágico: Tresor, Mahler, Magneli y Rubén Darío. Algunas cosas han cambiado, pero Basile no puede dar la mano en Bogotá sin recordar que cada dedo representa un gol en contra.

La tempranera expulsión de Tévez y un gol en posible fuera de lugar empañaron un resultado conseguido con más esfuerzo que calidad. Aun así, el triunfo de 2-1 llenó de júbilo a los colombianos y permitió sacar conclusiones. Cuando un gaucho ve una fogata, toca un tango en la guitarra. Tal vez por eso, la selección argentina se pone triste en los momentos de lumbre. En la pasada Copa América dominó los partidos de trámite y en la final perdió 3-0 ante los suplentes de Brasil. Un célebre grafiti dice: "Bogotá: 2.600 metros de paranoia". Basile entendió la parte del miedo, pero no la de la altura. Su equipo se quedó con 10 hombres y Riquelme sufrió mal de montaña sin que él reaccionara.

Hay jugadores televisivos que solo despiertan cuando los enfoca una cámara. Riquelme es un artista de potrero al que hay que apreciar aunque no tenga la pelota. Lo vi por primera vez en el Estadio Azteca en 2001, cuando el Boca Júniors visitó al Cruz Azul, en la final de la Copa Libertadores. Experto en pausas y pases de aceleración, marcó el ritmo del partido. Meses después, contemplé en el Camp Nou a un azulgrana que se llamaba como él pero lucía extraviado y se dirigía al árbitro como si pidiera las señas de un hotel.

Tampoco en el Villarreal volvió a ser el del Boca. En la semifinal de la Champions falló un penalti y salió del campo mordiendo la camiseta amarilla. Luego, Pellegrini decidió que un volante que vive de la inspiración es prescindible en un equipo que aspira a ser una máquina.
En un deporte globalizado, Riquelme es un talento, un vino excelso que se avinagra lejos de la pampa. Aunque siempre ha habido jugadores caseros, él lo es de forma absoluta. De acuerdo con Martín Caparrós, autor de Boquita, Riquelme practica un arte primitivo; no juega para competir sino para jugar. Cuando conquistó su primer trofeo, Carlos Bianchi tuvo que decirle: "Andá, Román, andá a festejar que esto no lo vas a disfrutar todos los días".

Durante Alemania-2006, coincidí con Bianchi como comentarista de televisión. Ningún entrenador ha sido tan significativo para Boca. "Bianchi compartía con Dios esa posibilidad de darle sentido a las cosas, de llevarnos a aceptar sus decisiones como un misterio superior a nuestra comprensión", comenta Caparrós.

Aproveché los días de Alemania para hablar con el profesor de la mitología que ha protagonizado. En una de esas ocasiones sonó su móvil y dijo: "No, negro, no puedo hacer nada, ya tenés otro padre". Cortó la comunicación de manera enfática. "Es Riquelme", informó.

Hay a los que ningún sueldo les quita la orfandad. Riquelme necesita ser adoptado. Con una mezcla de apuro y satisfacción, Bianchi se hacía a un lado para que Pekerman cumpliera esa tarea. Imaginé la soledad del astro en su concentración, llamando al protector que le dio la orden de ser feliz. Curiosamente, Riquelme pasa de sentirse al margen a sentirse líder. La selección de Basile gira en torno a sus zapatos. Contra Colombia, se vio disminuido por la inferioridad numérica, la altura y las semanas sin jugar, pero el técnico lo dejó ahí, para no deprimirlo sustituyéndolo.

Inexportable, Riquelme es el sedentario que busca apropiarse del balón. En cambio, Messi es el nómada que imagina vías de escape. Fuera de la cancha, uno busca un tutor y otro un gameboy, uno requiere descanso y otro se aclimata con el jet lag. Un genio de barrio y un genio de franquicia.

El fútbol depende de atavismos. Las canchas no son ajenas a las estirpes de Abel y la de Caín: los que se van y los que se quedan. Unos escapan con el balón, otros lo retienen. Si discrepan, la tribu se rompe, según cuenta la Biblia, primer libro de táctica esencial.

Juan Villoro en El Periódico de Catalunya
 
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