Hace un mes, un fantasma blanco recorría las conversaciones barcelonistas. El impecable equipo de Pep Guardiola enfrentaba la tortura de la esperanza: ¿cuántos títulos podría ganar? Su situación era idéntica a la del Madrid de los galácticos en la temporada 2003-04, antes de que perdieran la final de la Copa del Rey contra el Zaragoza. En aquel tiempo los individualistas merengues ganaban sin necesidad de ser un equipo. El fútbol existe para refutar la lógica y ellos parecían a punto de lograrlo en los tres torneos. Sin embargo, perdieron en el Lluís Companys y bajaron de Montjuïc para seguir bajando.
Es bueno recordar las ejemplares caídas del archienemigo y saber que el primer título de la era Guardiola se decidió en el Bernabéu. Después del 2-6, otra inquietud festiva recorrió las conversaciones barcelonistas: ¿cuál de los tres títulos sería el más importante? Aunque nuestro desmedido corazón aspira al triplete récord, las tertulias exigen jerarquizar placeres. La Champions es el lujo supremo del fútbol y la Copa del Rey tiene el encanto de los azarosos enfrentamientos de barrio, donde no gana el más fuerte sino el que golpea primero. La Liga es la identidad de un equipo. El Barça de Guardiola solo puede llegar al triunfo a través de la belleza. Con demasiada frecuencia, al fútbol bien jugado se le regatea el mérito de la eficacia, como si solo se pudiera ganar a pedradas. El Dream team de Cruyff demostró que el arte puede ser aliado de la estadística, y ahora el Barça de Guardiola ya tiene el doblete. Ayer, sin jugar, conquistó la Liga por la suma de los goles, pero es el primer campeón en muchos años que entiende el triunfo como la última escala del placer. Ningún equipo ha tocado el balón más veces ni de mejor manera. Las diagonales del Barça ya reinventaron la trigonometría.
Jugar como si no existiese el marcador es jugar sin otro requisito que la ilusión. El espectador que se asoma a un partido ya comenzado intuye de inmediato quién va adelante (el que presiona es el otro equipo). Desde el primer minuto, el Barça juega como si tuviera que remontar en el último minuto. Toma la iniciativa, y no la suelta. Su único sentido es el avance. No depende de un solitario matón de área para llevar la pelota a las redes. Aunque sus delanteros se dan el gusto de anotar muchísimo, los defensas centrales se han aficionado a convertir.
Cuentan que tres lauderos italianos tenían negocios en la misma calle y disputaron de cómo promover mejor sus violines. Uno colocó un letrero que decía: "Aquí se venden los mejores instrumentos de Italia". Para superarlo, un segundo laudero escribió en su tienda: "Aquí se venden los mejores instrumentos del mundo‡". ¿Cómo superar ese mensaje? El tercero fue el más sabio: "Aquí se venden los mejores instrumentos de esta calle". Para ser el mejor del mundo, el Barça debe ser el mejor de su casa.
Copa y Liga avalan los esfuerzos de Txiki Begiristain y Joan Laporta y llegan con aroma casero. Triunfan los egresados de la Masia, los niños que ahí compartieron literas y macarrones. Los guía el antiguo recogepelotas del Camp Nou. Hay algo de utopía cumplida en el desenlace de este jardín de niños. Su destino estaba en su comienzo. Rousseau festejaría esta pedagogía a su manera: "es más que un club".
La aventura del Barça inspira otro lema: "Tener infancia para volver a tener infancia".
Juan Villoro, escritor, en El Periódico de Catalunya
FC Barcelona – RCD Mallorca
Hace 1 día
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