sábado, marzo 06, 2010

Hay muchos cuerpos, sólo hay un alma


Los dioses del fútbol lloraron un 6 de febrero de 1958. Aquella noche, en la capital de Baviera, Munich, el vuelo 817 se estrelló con toda la expedición del Manchester United en el interior del Elizabethan. Los Diablos Rojos volvían de de Belgrado, donde se habían enfrentado al Estrella Roja en partido de semifinales de la Copa de Europa, y habían hecho escala para repostar en Baviera. Bajo una fuerte tormenta, el aparato 817 de la compañía BEA, no pudo despegar. Lo intentó en tres ocasiones, pero a la tercera acabó estrellándose contra la pista y contra una casa que se levantaba al final del aeropuerto, lo que motivó el posterior incendio del Elizabethan. Murieron 23 de los 44 pasajeros, entre ellos ocho jugadores y nueve periodistas. Matt Busby llegó a recibir la extremaunción, pero se salvaría milagrosamente de sus múltiples heridas, y un joven suplente, Bobby Charlton, volvería a nacer en el Hospital Rechts de Isar. La gran estrella del United, Duncan Edwards, se debatía entre la vida y la muerte. Llegó a Rechts de Isar medio muerto, habiendo perdido gran cantidad de sangre, y necesitaba un riñón artificial. Por alguna ignota razón, Edwards se aferraba a la vida y, en mitad de su agonía, a pie de cama, pidió a los médicos que avisaran al ayudante de Matt Busby, el diligente Jimmy Murphy. Tenía una cosa muy importante que preguntarle. Murphy se presentó en la habitación del moribundo Edwards y allí escuchó la sobrecogedora pregunta de Duncan:

- Jimmy, una pregunta ¿A qué hora es el partido contra los Wolves? Ese partido no me lo quiero perder de ninguna forma. ¿A qué hora jugamos?

Aquellos días fueron una tragedia para el resto del mundo, y una agonía para los hinchas del Manchester United, que sufrían el minuto a minuto de sus ídolos, postrados en las frías camas de un hospital de Baviera. Matt Busby, al que un sacerdote llegó a visitar por su estado crítico, comprendió que, después de haber salido con vida del accidente, debía enviar un mensaje de esperanza a sus hinchas. Así lo hizo: ‘Damas y caballeros, les hablo desde una cama en el hospital de Munich. Después del accidente sufrido hace aproximadamente un mes, les gustará saber que los jugadores que quedan y yo mismo nos estamos recuperando poco a poco'. No fue el caso de Duncan Edwards, el corazón de aquel fantástico Manchester de los cincuenta.

Duncan fue el primogénito de Gladstone y Sarah Edwards. Tuvo una hermana, Carole Anne, que murió en 1946 cuando sólo tenía 14 semanas, y aquella desgracia unió todavía más a Duncan con sus padres, que siempre confiaron en el afán de superación de su hijo, un muchacho tan aplicado en el colegio como destacado en el deporte. El joven Edwards debutó en el Manchester United el 4 de abril de 1953, con sólo 16 años, lo que le convirtió en el futbolista más joven en debutar en la máxima competición inglesa. Aquella tarde, después de su partidazo ante el Cardiff City de Gales, había nacido una leyenda, la del todocampista Edwards. Porque eso fue Duncan, un todocampista. Un futbolista total, de ida y vuelta, con condiciones innatas para la defensa, con incorporaciones letales en ataque y con una capacidad para el liderazgo que asustaba. Tal fue su irrupción en el fútbol británico, que en sólo diez partidos se convirtió en el referente de los denominados Busby Babes (los bebés de Matt Busby). Sus cambios de juego y sus relampagueantes remates desde fuera del área le catapultaron a la selección inglesa. Tenía sólo 18 años y 183 días, y fue titular contra Escocia el 2 de abril de 1955, siendo el debutante más joven de toda la historia de Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial (récord que después batirían Wayne Rooney y Theo Walcott).

Con 21 años, Super-Edwards, como fue bautizado por el Daily Mirror, estaba en la plenitud de su carrera. Había jugado 175 partidos oficiales con el United, estaba en la cresta de la ola y los ingleses le veían como la principal baza de los ‘pross' para conquistar el Mundial de 1958, en Suecia. No fue así. Un capricho del destino quiso que el vuelo 187 de la BEA, el Elizabethian, se estrellara en Munich en una trampa mortal que, entre el fuego del avión y la tormenta de nieve, acabó con Los Diablos Rojos. A Duncan, prácticamente muerto, lo llevaron a un hospital de Munich. Allí peleó por su vida como un jabato.

El cuerpo de Duncan estaba magullado, dolorido, y había perdido una cantidad demasiado importante de sangre. Pero el principal problema era su riñón. Estaba destrozado, y los médicos necesitaban conseguir uno artificial, con urgencia, para salvar la vida del centrocampista. A pesar de ello, Edwards aguantó estoicamente las curas, soportó todas las heridas e incluso estuvo consciente para bromear con el personal del hospital, que estaba asombrado por la capacidad de lucha de Duncan, el caballero de la cancha. El riñón artificial llegó a las 32 horas, pero no funcionó como se esperaba. La sangre de Edwards se había coagulado y el interior de su cuerpo comenzó a destrozarse por dentro, provocándole una sangría interna. Su estado empeoró y falleció en silencio, en un último viaje lejos de casa, en un hospital bávaro, un 21 de febrero. Había regateado a la muerte durante quince días.

El Imperio Británico le rindió un homenaje caluroso cinco días más tarde, en Dudley. Fue un adiós a la altura de un Jefe de Estado, y sus compañeros no pudieron contener las lágrimas por el que, hasta entonces, era el verdadero jefe del vestuario. Bobby Charlton, después de lograr la Copa de Europa diez años después de la muerte de Duncan, recordó:

- Edwards era incomparable. Es terrible que muriera, y sólo puedo explicar a la gente que su adiós fue la mayor tragedia, porque era el mejor de todos nosotros. En toda mi vida como futbolista, siempre sentí que podía competir con cualquier jugador. Menos con Duncan. Él era el talento, siempre me sentí inferior a él.

Otro tipo duro de la historia del fútbol británico, el escocés Tommy Docherty, iba aún más lejos:

- Muchos hablan de Pelé. Esos no vieron jugar a Duncan Edwards.

Aunque quizá el mejor homenaje a Edwards se lo tributó desde el corazón Jimmy Murphy, el ayudante de Busby , el tipo al que Duncan le confesó, moribundo, que quería jugar a toda costa el siguiente partido. Para Murphy, fue un hombre inolvidable:

- Con el paso de los años, cuando escuchaba a Muhammad Alí decir que era ‘el más grande', no podía parar de sonreír. El más grande fue Duncan Edwards.

Los padres de Duncan, que habían pasado el trago amargo de enterrar a su hija de 14 meses, Carole Anne, tuvieron palabras sencillas y amables después del multitudinario entierro de su querido Duncan:

- Quizá le gente le recuerde como el mejor futbolista de Inglaterra. Nosotros sólo podemos decir que era un buen hijo. El mejor hijo.

La traumática muerte de Edwards conmocionó el mundo del fútbol, y dejó un vacío insustituible en el corazón de Manchester. De aquel equipo legendario se salvaron Busby (el alma mater de los Red Devils), Berry, Blanchflower y Gregg, así como el prometedor juvenil Bobby Charlton, que años más tarde levantaría una Copa de Europa, en 1968, y elevaría su sinceridad y categoría humana por encima de su fútbol de kilates. ‘Todos los días de mi vida me he acordado del accidente y todos los días de mi vida me he preguntado por qué murieron mis amigos y yo no'.

En el Elizabethan encontraron la muerte Mark Jones, Eddie ‘Caderas móviles' Colman, Whelan, Roger Byrne, Geoff Bent, David Pegg y Taylor, además de ocho periodistas y tres directivos. A día de hoy, en la iglesia de Saint Francis, resisten al paso del tiempo dos vidrieras con la efigie del añorado Duncan Edwards. En ambas, el mítico Edwards aparece vestido de futbolista y en una de las efigies puede leerse la siguiente inscripción: "Hay muchos cuerpos, sólo hay un alma".

Rubén Uría / Eurosport

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Estreno de CRACKS

sábado 24 de abril a las 18:45

http://academiadefutbolistas.blogspot.com/

 
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