A casi todos los que compartimos desvelo, interés y pasión por el fútbol nos gusta esa archiconocida frase de Bill Shankly, aquello de "algunos dicen que el fútbol es una cuestión de vida o muerte; es mucho más que eso". Sea cual sea el lugar desde el que se observa un partido decisivo, el final de una temporada o la disputa de un título, el césped, la tribuna de prensa, el ordenador frente a la tv o la grada, la emoción de un día especial puede convertir en hincha furibundo a cualquiera. Es una sensación de pertenencia, una percepción de un sueño en primera persona y en tiempo real, la evocación de las patadas a una pelota en cualquier sitio durante la niñez, quizá la evocación de los primeros partidos en compañía de un padre.
A todos, sin el casi, nos gusta ver un estadio lleno, repleto, coloreado y ruidoso. Los adjetivos para ilustrar el ambiente se suceden justo antes de que ruede el balón y los tribunos piden a los gladiadores que respondan con espectáculo a la expectación creada, desde el corazón y también desde las baldas del kiosko en que reposan los periódicos del día.
Lo que nadie nos explicó nunca es qué hacer con la ilusión desilusionada. Resulta una temeridad cruel y rozando el ridículo hablarle a un hincha recién derrotado, con su equipo en segunda o con el eterno rival celebrando un título, de aquello del espíritu olímpico y "lo importante es participar". ¿Cómo pedir al fiel devoto primero lealtad incondicional, prepararle para la madre de todas las batallas, insistirle en que está en juego algo más que noventa minutos de fútbol, para luego decirle que el resultado no importa? Un aficionado al fútbol está orgulloso de su equipo y le gusta su deporte. ¿Sí, seguro? ¿O más bien le gusta su escudo, que excluye al resto?
Existen decenas de ensayos y artículos que profundizan en la sociología del fútbol. El deporte que excedió su molde y adquirió vida propia. El monstruo del doctor Víctor Frankenstein fuera de control. El juego convertido en negocio. El pasatiempo mutado en vital razón de ser para miles de personas. ¿Cómo reconducir el exceso emocional sin perder el rédito financiero?
El final de la Copa Libertadores y el partido de ida de promoción de River Plate de la semana pasada, los incidentes de anoche en el Monumental y en las calles de Buenos Aires u otros similares frecuentes en Argentina, la agresividad en las eliminatorias de ascenso a primera división recientes en nuestro país, deben hacernos reflexionar. Inglaterra, por ejemplo, consiguió que la ira de los hooligans tras una derrota se convirtiera en lágrimas y poco más.
Es doloroso, pero el paso de unos días puede permitir disfrutar de una derrota. O al menos describirla para conseguir exorcizarla. La historia, el estilo, la diferenciación de cada club ayudan a sostenerlos en los peores momentos, y todas esas virtudes que tan bien conocen y de las que tanto presumen los seguidores durante su vida son las riendas que han de sujetar la pasión desbordada. Para ello, al mismo tiempo la sociedad debe ofrecer al hincha la opción de, una ver terminado el partido, con el resultado que sea, tener otra cosa que hacer. Como mínimo, la capacidad de reflexionar para poder admitirlo. Se puede aprender una línea de un triunfo y un libro de una derrota.
Foto: diario Olé.
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