Un motín de los jugadores contra el Presidente Núñez con pagos a Hacienda como
trasfondo, una Liga ganada en toda la década de los ochenta (y otra en los
setenta), descrédito institucional, continuo victimismo arbitral como causa de
casi todos los males, habitual desaprovechamiento
de las mejores figuras del momento y presentes aún los efectos depresivos de la
derrota en Sevilla frente al Steaua de Bucarest y aquella infausta tanda penaltis.
Ese desolador panorama fue todo lo que se encontró Johan Cruyff a su llegada al banquillo del FC Barcelona, en 1988, tres lustros después de su debut como
jugador azulgrana.
Quizá sin esa situación que envolvía al club, Núñez nunca le
hubiera fichado. Quizá, sin la posibilidad de ejecutar sus planes con absoluta libertad,
dado el pobre listón deportivo, Cruyff nunca hubiera aceptado el trabajo. El
caso es que el holandés lo hizo y cambió la historia del club para siempre. “El
futuro en sus manos”, tituló por entonces el diario Mundo Deportivo, en
una combinación no disimulada de escepticismo y esperanza.
Cruyff depuró el vestuario con un estilo casi
soviético. Solo nueve futbolistas que ya
estaban continuaron, entre ellos históricos como Migueli, Carrasco o Julio Alberto, que solo lo hicieron mientras
se resolvían sus contratos e indemnizaciones correspondientes. Años más tarde, pasados esos turbulentos días,
los dos últimos reiteraron (y reiteran siempre que les preguntan) su admiración
por el entrenador que liquidó su trayectoria como barcelonistas.
Todas esas bajas resultaron sustituidas por canteranos cuyo
papel sería importante como Amor o Milla y, sobre todo, por una gran
inversión (más de dos mil millones de pesetas de la época) en fichajes de
jugadores españoles, en tiempos pre-Bosman
y sin la inflación que pronto casi impediría a los dos grandes comprar
futbolistas nacionales. Casualidad o no, muchos de los elegidos fueron vascos; Bakero, Beguiristáin y Julio Salinas,
entre ellos, formaron parte del núcleo duro del nuevo Barça, con ciertas dudas
iniciales al respecto de su rápida adaptación al inminente estilo made in Rinus Michels. Jugadores de acusada personalidad como Lineker, Zubizarreta, Alexanko y Roberto Fernández, defensas
competentes como Rekarte, Serna o Aloisio y dosis de talento con Valverde,
Soler, Eusebio, y el equipo estaba hecho. Si funcionaría o no eso era otro
cantar.
No había tiempo, así que Cruyff no lo perdió. Desde el
primer amistoso, defensa de 3, Luis Milla, 22 años, dirigiendo el equipo desde
esa nueva posición de ‘4’ o medio
centro único por delante de los defensas, interiores, media punta, dos extremos
pisando irrenunciablemente la cal y un delantero casi siempre móvil lejos del
habitual paradigma de ariete clásico y rematador.
Zubizarreta siempre ha contado que en las primeras semanas
con Cruyff los jugadores flipaban. “Cómo vamos a cubrir más de cincuenta metros
a lo ancho entre solo tres tíos y dejando otro tanto de espacio a la espalda
entre los defensas y la portería”. La perspectiva del tiempo nos ha de
permitir recordar e imaginar a ese pobre Zubi y su (inexistente) juego de pies
o su habilidad para jugar de líbero. Además, a esas incomprensiones iniciales
se añadían las decisiones que Cruyff iba tomando, como enviar a la banda a
reputados centro delanteros como Lineker o Salinas. Mientras, y más lejos de
los focos, Johan iba imponiendo en cada entrenamiento, en cada práctica, esos
rondos que empezaron considerándose una frivolidad y que con el tiempo se
convirtieron en el mejor modo de asegurar la clave de todo el engranaje:
control, pase, ritmo. Siempre con el balón como protagonista.
Una agónica clasificación por penaltis en Poznan, Polonia,
permitió seguir adelante en la Recopa de Europa hasta marzo, para poder
centrarse en la Liga y en no perder de vista al Madrid. El calendario marcaba
una cita, el 1 de abril de 1989. Ese día, se celebrarían elecciones a la
Presidencia del club al tiempo que se jugaría el derby, como se llamaba aún entonces, frente al equipo madridista,
con esos dos puntos en juego con los que el aficionado contaba para, por fin,
optar al título (tres Ligas seguidas encadenaba ya el Real en ese curso). Por
si fuera poco, Cruyff, en una de sus célebres excentricidades, se sacó de la
manga a un desconocido, al menos en España,
jugador paraguayo del Fluminense brasileño, Julio César Romero ‘Romerito’,
con nombre más de matador de toros que de futbolista, para paliar una cierta
carencia de gol que padecía el equipo. Le hizo debutar contra el Madrid, en el
partido del año, casi recién bajado del avión y sin entrenar. Tuvo un par de
buenas ocasiones pero el líder, con la Quinta
del Buitre en pleno (salvo Pardeza,
claro) más Schuster, Gallego, Gordillo o Hugo Sánchez,
salvaron el 0-0 y aseguraron medio campeonato. Josep Llúis Núñez, eso sí, ganó
las elecciones con más de veinticinco mil votos a Sixte Cambra y se aseguró la poltrona para cuatro años más.
También cuatro, pero días, después, había partido de Recopa
en el Camp Nou. La ida de las semifinales. El equipo ya barrunta que la
competición europea está más cerca que la Liga y la poca entidad del rival, el
CSKA Sofía búlgaro, invita a dar por buena esa teoría. Se gana pero se encajan
dos sorprendentes goles, 4-2, marcados por un mal encarado, descarado y
explosivo delantero zurdo, que juega con
el ‘8’ a la espalda, y a quien por entonces nadie hubiera relacionado con un
futuro en azulgrana. Era Hristo
Stoitchkov.
El empate ante el Madrid sigue pesando. Pese a ver de cerca
la final europea, el equipo pasa tres partidos sin marcar, incluida una derrota
por 4-0 en el Vicente Calderón que le deja fuera de la Copa del Rey. Aun con
otro gol de Stoitchkov, victoria 1-2 en Sofia que dará acceso a la finalísima
de Berna, frente a la Sampdoria. El 10 de mayo de 1989, en el Wankodorf Stadion, un
gol de López Rekarte y otro de Julio
Salinas suponen
el primer título para Johan Cruyff & Charly
Rexach como entrenadores, la tercera
Recopa para el club y la continuidad, pese a las dificultades, del
proyecto. La temporada termina con el subcampeonato liguero con un 4-0 al
Málaga, el primer gol (y el último)…de Romerito.
El crédito estaba intacto. Tanto, que el siempre reacio al gasto Núñez
(al menos cuando no le interesaba para salvaguardar su mandato), permite a
Cruyff cambiar dos de los tres extranjeros por entonces permitidos. Lineker (y
Romerito, claro) dejan el club para dejar paso a dos hombres cuya influencia en
el equipo sería decisiva: Ronald Koeman,
cacique defensivo de la Holanda campeona de Europa y del PSV también ganador
del trono continental, por la redonda cifra de mil millones de pesetas, y Michael Laudrup, uno de los mayores
talentos del fútbol danés que mal jugaba por entonces, deprimido y frustrado,
en la Juventus. Los dos se antojaban imprescindibles. Koeman para liderar esa
controvertida zaga de tres hombres, Laudrup para dar sentido al juego de pase que
se imponía poco a poco, dotándolo de profundidad y uno contra uno. El día del
debut liguero en Valladolid, en el estreno de las dos nuevas figuras, Cruyff
sorprende y alinea a Lucendo, joven
centrocampista del filial, diecinueve años, no profesional, que incluso hacía ‘la mili’.
Jugó cincuenta y siete minutos, los únicos de su carrera en el primer equipo
azulgrana, y su titularidad fue calificada por algún miembro del fútbol base
como un “infanticidio”. Desde luego, eran otros tiempos.
Se perdió en Valladolid, 2-0, y también en las dos siguientes salidas
ligueras, en Oviedo y Mallorca. El Madrid visitó pronto el Camp Nou y una muy
mejorable actuación de Óscar Ruggeri,
que convirtió aquel día a Julio Salinas en un excelso regateador, facilitó el
triunfo azulgrana (3-1). La segunda eliminatoria de Recopa emparejó con el
Anderlecht y, pese a remontar un 2-0 adverso de la ida en Bélgica, el Barça
caía en una dolorosa prórroga y no podría llevar más allá la defensa de su
título. Estábamos en octubre y ya volaban los cuchillos por encima de muchas
cabezas. Un mes más tarde se pierde
también la Supercopa Europea frente al Milán de Sacchi. El torneo, a doble partido, se decide en San Siro, en un
partido en el que no juegan Koeman ni Laudrup. El año termina con el recordado
partido ante el Sevilla FC, cuando un buen partido azulgrana con 3-1 en el
marcador se desquicia por un penalti mal señalado de Brito Arceo sobre Toni
Polster. El sistema nervioso del equipo es tan inestable que la cosa
termina en escándalo, 3-4 el marcador y la renuncia entre excusas de todo tipo
casi definitiva a disputar el título, que ganaría, claro, el Madrid, por quinta
vez consecutiva y con récord de goles (107).
La Copa del Rey, como la Recopa el año anterior, se convierte en la
tabla de salvación. Se superan durísimas eliminatorias contra Ahtletic, Real
Sociedad y Valencia y se disputa el título en Mestalla con el Madrid. Nadie
oculta que para Cruyff es ganar o el despido. El Barça sobrevive, gana,
impide el doblete madridista y Johan obtiene oxígeno. Dispondrá de un tercer
año para el asalto a la Liga.
La segunda revolución a nivel de vestuario, de las tres que efectuaría
Cruyff en sus ocho años en el banquillo, tuvo lugar en aquel verano de 1990.
Luis Milla, el primer ‘4’ de Cruyff, dejaba el equipo al no aceptar las cifras
que el entrenador, también en su papel de manager, le impuso para renovar el
contrato. Johan estableció tres rangos salariales en la plantilla: el primero
para los extranjeros, el segundo para los nacionales más importantes, el
tercero para los canteranos. Milla no lo aceptó y se marchó libre y gratis al
Real Madrid. Al tiempo, se hizo por fin efectivo el fichaje de Stoitchkov, ya
apalabrado, que aterrizó en Barcelona con su melena, sus cadenas y la Bota de
Oro de sus 38 goles, compartida con Hugo Sánchez. Regresaron también de sus
respectivas cesiones Ferrer y sobre
todo Jon Andoni Goikoetxea, fichado
dos años antes, y cuyo rendimiento aquella temporada que comenzaba resultó
clave para lo que se avecinaba.
Desde el debut liguero en Sarriá las sensaciones fueron positivas.
Hasta entonces, el Barça no sabía ganar Ligas si no era con dominio de
principio a fin. El primer gol de Stoitchkov como azulgrana en el derby de la
ciudad inauguró el camino para muchas victorias y, sobre todo, mucho fútbol. Sin
embargo, y para sorpresa de los analistas históricos del equipo, que siempre
glosaron su fatalismo, el Barça y Cruyff superaron pruebas de todo tipo aquel
año. Koeman se rompió el tendón de Aquiles
en el Calderón en octubre, en la primera derrota del curso, y quedó
K.O. durante gran parte de la temporada.
En la Supercopa de España, otra vez con el Madrid como adversario, auténtico
martirio temporada tras temporada, Cruyff pone en el once a Alex, Herrera y Carreras,
cargando toda la presión en esos inexpertos canteranos, quemándolos
seguramente, pero buscando su beneficio propio y el del equipo con esa vieja
táctica de anticiparse a previsibles derrotas. 0-1 y Stoitchkov pisando a Urízar Azpitarte tras expulsar a Cruyff
por protestar desde el banquillo, culminando el desvío de toda la atención
mediática fuera del césped. La vuelta en el Bernabéu no fue mejor, 4-1 con un
gol de Aragón a Zubizarreta desde
medio campo. La Supercopa privó al Barça de Hristo durante más de dos meses. Y
para terminar, en febrero, tras una aparente revisión médica rutinaria, Cruyff
era obligado a ingresar de urgencia para ser operado del corazón; el tabaco y
el estrés finalmente pasaban factura.
De manera realmente sorprendente, y contra su propia historia, el
equipo, líder y vivo en todas las competiciones, ni se deprimió ni se refugió
en la mediocridad de la fatalidad asumida. Algo ya estaba cambiando. Alexanko
sustituyó con solvencia a Koeman, Rexach dirigió al equipo con naturalidad
desde el banquillo, con recitales como un 0-6 en San Mamés,
y la baja de Johan no afectó a los resultados. Su regreso y la nueva estética
del chupa-chups coincidieron
con un gran
partido frente a la Juventus, que dio el primer paso hacia otra final europea. Pese a la decepción
de perder en
Rotterdam con el Manchester United de un joven Alex Ferguson, sin Zubizarreta ni Amor,
sancionados, el título liguero era un botín suficiente dado todo lo ocurrido. En
el balcón de la Generalitat, en la celebración de la Liga, un emocionado Julio Alberto se despedía del club y de
la afición, con una dedicatoria para la gente: “Disfrutad, porque tenéis
equipo Campeón para rato”. No se equivocaba.
Junto al discurrir semanal de partidos y noticias, en el club el
trabajo de formación no se detenía. Cruyff, siempre expuesto a la primera línea
periodística, proyectaba una cierta imagen de gurú extravagante y maniático,
pero la realidad también le permitía un esfuerzo serio y paciente con los
jóvenes, que iría dando su fruto e iniciaría la
senda de campeones para muchos de ellos. El 16 de diciembre de 1990, Cruyff hacía debutar
a Pep Guardiola, sustituto natural
de Luis Milla y paradigma
del camino que el equipo había tomado y que no abandonaría, con más o menos
obstáculos, en
las siguientes dos décadas. Con su extraña mano izquierda, con sus caramelos y también con sus
días agrios, como cuando envió a un Pep ya casi consagrado en el primer equipo
al filial para jugar un partido ante el Sabadell, obligándole a
ser el mejor y a marcar un gol (cosa que Guardiola cumplió, por cierto), Cruyff es una figura capital en el
desarrollo posterior de La Masía, y éste es un mérito como mínimo a la
altura de los títulos y las victorias.
La posibilidad de jugar con cuatro extranjeros en Europa
trajo al Barça al prometedor zurdo holandés Richard Witschge para la temporada 91-92. Otro inicio irregular en
la Liga, perdiendo pronto de vista al tremendamente eficaz Real Madrid de Antic y Hierro, supone situar el foco competitivo en la recién creada
Champions League. El Barça regresa a la máxima competición continental seis
años más tarde y tras el drama de Sevilla y el Steaua. Nunca se sabe cuántas
oportunidades más quedarán y Wembley es una ilusión incontenible. El nuevo
formato de la clásica Copa de Europa supone dos eliminatorias a doble partido
para acceder a una Liguilla que dará acceso a la finalísima. La primera depara
al Hansa Rostock, campeón de la Alemania del Este, quedando sentenciada con el
3-0 de la ida. Los octavos de final remiten de nuevo a Alemania, esta vez
contra el temible Kaiserlautern. El primer partido también es en el Camp Nou y
dos goles de Beguiristáin aportan una cierta tranquilidad para la visita al
Fritz Walter Stadium. Pero la confianza se transformó rápidamente en drama. A
base de córners y presión ambiental, los
locales se colocaron con un 3-0 desolador a menos de un cuarto de hora del
final. El imposible gol de
Bakero, las carreras de los azulgrana vestidos de naranja, Guardiola ya
sustituido celebrando el milagro…algo ya estaba cambiando (II).
Benfica, Sparta dePraga y Dynamo Kiev serían los rivales en
el grupo. Ganándolo se viajaba a Wembley. En el otro, Sampdoria, Estrella Roja,
Campeón vigente, Anderlecht y Panathinaikos. No se podía escapar. Pese a ganar
tres de las cuatro primeras jornadas, la derrota 1-0 en Praga, en uno de esos
partidos en que media ocasión del rival te supone un gol en contra, desata la
tensión latente en el club. Cruyff se queja en la rueda de prensa de que si con
el sistema de juego habitual se han logrado muchas victorias, el día que se
pierde habrá que buscar otro motivo distinto a la ordenación táctica. Con su
inenarrable castellano, acuña para la posteridad el término entorno,
para referirse a todo lo que rodea al club y que tan poca paciencia tiene. Con
un empate ante el Benfica, en el Camp Nou, en la última fecha del grupo, el
Barça estaría en Wembley. No era tan dramático. El equipo certificó su madurez
y el pase ganando 2-1 en un Estadi encendido.
Así, el 20 de mayo de 1992 Cruyff y su equipo alcanzaron el Rubicón más difícil y deseado. La Copa
de Europa. Las ocasiones de Salinas, el tiro al palo de Stoitchkov, las
carreras de Juan Carlos detrás de Lombardo, las paradas de Zubi en el
primer tiempo, Eusebio enredado en un mar de piernas italianas y Schmidhuber pitando falta, Vialli tapándose la cara con una toalla
sin querer ver el tiro, el toque de Hristo, la suela de Bakero y el golpeo de Koeman, la estirada insuficiente de Pagliuca, el gol, Rexach ayudando a
Cruyff a saltar del banquillo, el pitido final, las camisetas Meyba ya con los
colores azul y grana, Amor de
paisano, las lágrimas de Mancini, los
escalones de Wembley, Alexanco y la Copa…todo ello
quedaría grabado a lágrimas y fuego en el imaginario colectivo del
barcelonismo para siempre.
Tras Wembley, al Barça le quedaban tres partidos de Liga;
dos salidas en Valladolid y Sarriá y la última jornada en casa vs Athletic
Club. Liberados y plenos de confianza, los azulgranas arrasaron (0-6 y 0-4) en esos
dos compromisos a domicilio y alcanzaron el partido final a un solo punto del
Madrid, que en búsqueda de un mejor juego había despedido a Antic
sustituyéndolo por Leo Beenhakker.
El equipo blanco se inmoló en Tenerife y tras un
minuto más propio del cine de suspense que del deporte el Barcelona redondeaba
la temporada con un doblete histórico e inolvidable. La flor de Cruyff había
germinado en todo su esplendor.
Por increíble que pudiera parecer, la temporada siguiente,
92-93, comenzó con un FCB-RMAD en el Camp Nou y terminó, sí, con el equipo
blanco en Tenerife. Casi cuarenta partidos y nueve meses antes nadie hubiera apostado
por un desenlace similar, pero
ocurrió. La ilógica del fútbol. El Barça de Cruyff logró su tercer título
consecutivo también en la última jornada, y la Liga compensó las decepciones de
la Champions, con aquella derrota 2-3 frente al CSKA Moscu en un gélida noche de noviembre que terminó con el sueño
de establecer una dinastía europea, y de la Intercontinental en Japón, donde el
equipo fracasó en la búsqueda del único título aún ausente en sus vitrinas, a
pies de un magnífico Sao Paolo
liderado por Raí De Souza, el
hermano pequeño de Sócrates. La manoseada derrotista tradición barcelonista repleta
de infortunios quedaba definitivamente sepultada. Núñez, esta vez sin ni
siquiera rival electoral, era reelegido presidente.
Cruyff ajusta piezas. El nivel del equipo obliga a retomar
el pulso a la Champions tras la triste noche moscovita y el entrenador decide
modificar uno de sus principios. Por primera vez apuesta por un delantero
centro a la vieja usanza, un animal de área tradicional y ficha al brasileño Romario, con el aval de 127 goles en
140 partidos en el PSV Eindhoven pero sobre todo con el estímulo de su talento.
En la Liga no pueden jugar los cuatro extranjeros (Witschge no continúa) pero
uno de ellos al menos puede estar en el banquillo, casi siempre con el ‘14’ en
la camiseta, lo que garantizaba minutos en la segunda parte, of course. En los partidos europeos sin
embargo ha de ir a la grada. La apuesta es arriesgada, primero por cambiar en
cierto modo no ya el estilo pero sí la forma de juego, pasando de predominar
las llegadas de segunda línea y las diagonales desde la banda, a canalizar en
ataque en la figura de Romario, y después por la obligada rotación de figuras
reconocidas como Laudrup, Stoitchkov y Koeman. El brasileño promete treinta
goles antes de empezar la temporada. Lo cumpliría.
Los resultados en Liga son irregulares, si bien los
jugadores parecen asumir los cambios y Romario rinde y marca. Sobre todo se
entiende bien con Hristo y con Guardiola. Se alternan grandes partidos como el 5-0 al Madrid o la
remontada ante el Atlético con actuaciones y derrotas decepcionantes, pero la
flojera del Madrid y la buena trayectoria en Europa limitan la tensión que
siempre parece estar lista para cortarse. El punto de inflexión lo marca una
sonora derrota en Zaragoza, por 6-3. Aquella noche Cruyff utiliza su retorcida
dialéctica y públicamente expone a sus jugadores ante la afición, con aquello
de “las vacas sagradas”, señalándoles
como responsables y lanzándoles un reto competitivo. El equipo reacciona y
desde la derrota de La Romareda suma doce de catorce victorias, alguna tan
brillante como el 5-3 ante el Atlético o significativa como el 0-1 en el
Bernabéu, gol de Amor, previa a la última y de nuevo decisiva última jornada.
Porque sí, otra vez el título se decidiría en la fecha final,
esta vez con el sorprendente Deportivo de La Coruña como rival. Sostenido por Mauro Silva y Bebeto, una zaga sólida y experimentada, la buena mezcla ofensiva
de Fran, Manjarín o Claudio, y la
sencillez futbolística de Arsenio
Iglesias, el SúperDepor realizó
un año fantástico, tenía un punto de
ventaja y jugaba en casa, ante el Valencia. Pero pese a que el penalti fallado
por Djukic añadió un dramatismo
inesperado al desenlace, el Depor
perdió la Liga dejándose varios puntos en el último tramo, en Logroño sin ir
más lejos en la penúltima jornada, cediendo a la presión que Cruyff y el Barça
inyectaron cada semana, adelantando los partidos para jugar primero y obligar
siempre al Depor a ganar. Fue una
persecución implacable. El
Barça goleó al Sevilla 5-2, con el trigésimo tanto de un aclamado Romario,
en mitad de otra fiesta en el Camp Nou.
Cuatro Ligas, lo nunca visto.
Aquel partido fue el último de Michael Laudrup como
barcelonista. Tres días más tarde, el Barça afrontaba la final de la Champions
en Atenas frente al Milan de Capello.
Laudrup ya se quedó en la grada en la semifinal con el Porto, y tenía más o
menos decidido marcharse. Pese a que la emoción del final de Liga le hizo
replanteárselo, ir a la grada en Atenas le convenció definitivamente. Incluso,
a final de temporada confesó en rueda de prensa “No aguanto a Cruyff”.
Como casi todos, años después, acudió a su homenaje para declarar sin tapujos “Cruyff fue el entrenador que más
me enseñó en toda mi carrera”. La perspectiva del tiempo.
Koeman, Stoithkov y Romario. Ellos fueron los elegidos para
jugar ante el Milan. Mientras los italianos llevaban días, semanas, preparando
la final, el Barça, soberbio y confiado, viajó a Grecia saciado de gloria y de
hambre de triunfo. Capello no pudo alinear a sus dos centrales titulares, Baresi y Costacurta, pero poco importó; Desailly
y Savicevic casi se bastaron para
liquidar la final y prácticamente enterrar una época. Como ejemplo de lo que
fue el partido, Stoitchkov reconoció la sensación de que solo había tocado el
balón para sacar de centro.
Las grandes historias deportivas merecen finales bien
contados y a la altura de los éxitos precedentes. Una final europea, pese al
duro marcador encajado, podía serlo, pero los modos y decisiones de la tercera
fase de la revolución cruyffista
pudieron ser manifiestamente mejorables.
Zubizarreta recibió indicios de que no continuaría en el
equipo en el mismo autobús con dirección al aeropuerto de Atenas. Laudrup ya
estaba con los dos pies fuera. Goiko y Salinas también se marcharon, y Cruyff
pidió a Núñez la llave de la caja fuerte. Esta vez, por primera vez, el
presidente dijo ‘no’. Las discrepancias entre directivos y Cruyff, los
constantes dardos dialécticos de Johan contras los dirigentes eran cada vez más
habituales y, con el argumento de que “esos fichajes los puede hacer la portera de
mi edificio”, Núñez negó inversiones para fichar a Rui Costa, Zidane, Bergkamp o Giggs, elegidos para la refundación del equipo, a la orden de “el dinero en el campo y no en el banco”.
En cambio, lo mejor que Cruyff consiguió fue Gica Hagi. Ascendió algunos hombres de
la cantera (Arpón, Roger, Luis Cembranos) pero enloqueció con los fichajes; Sánchez Jara, Escaich, Eskurza, Korneiev o José Mari eran nombres que, con dinero o sin él, difícilmente iban
a sostener a un equipo obligado si no a ganar siempre sí a competir por todos
los títulos. Para colmo, Cruyff promocionó a su yerno Angoy como tercer portero del primer equipo y a su hijo Jordi desde el filial. Ambos, cuyo
rendimiento no resultó peor que el del resto, sobre todo en el caso de Jordi, fueron
ampliamente utilizados contra Cruyff por prensa y Junta…por el entorno, vamos.
Con todo lo anterior, quizá el mayor error de Cruyff fue
perdonar y alinear a Romario en la primera jornada de la nueva Liga (94-95). El
brasileño, héroe nacional tras ganar para Brasil el Mundial 94, se presentó
casi un mes tarde en Barcelona. El club le sancionó, pero Cruyff le puso en El
Molinón y allí perdió su aura de mano de hierro incorruptible a sus ideas y a
la disciplina de vestuario. Romario nunca respondió, abandonó al equipo en
Navidad con destino al Flamengo tras jugar en el Bernabéu como suplente la
noche del 5-0 de Zamorano y Luis Enrique…y Laudrup vestido de
blanco. Un gran gol de Jordi Cruyff en San Mamés, en la última jornada de Liga,
clasificó al equipo para la Copa de la UEFA y concluyó una temporada sin
títulos y sin ilusión.
En el último año Cruyff recuperó el tino. Pese a recordar a
la Directiva que tenía apalabrados a jugadores como Djorkaeff o Ginola, y
resaltar la negativa de Núñez (o de su
portera) a traerlos, acertó con los fichajes de Figo o Popescu, no
estaba mal tirada la opción de Kodro,
–acreditado goleador en la Real
Sociedad, emulando así los fichajes de Suker y Mijatovic por el Madrid–, ofreció una oportunidad a Prosinecki que llegaba libre de contrato
y sobre todo apostó definitivamente por la pedrera.
Óscar y Roger García, Celades, Velamazán, Juan Carlos
Moreno y, dándole nombre a la generación, la Quinta del Mini, Iván De la
Peña. Más de veinte canteranos jugaron aquella temporada algún minuto en el
primer equipo.
Fue la primera y única temporada, de las ocho que Cruyff
estuvo en el cargo, en que no se ganó nada, ni una triste Supercopa. Y sin
embargo, el proyecto era sólido y estimulante. Se jugó la final de Copa,
perdida ante el Atlético en una prórroga. Se peleó la Liga hasta el final,
también con los colchoneros como rivales, sobre todo en aquel partido en el
Camp Nou en el que el regate de Caminero
a Nadal escondió la superioridad
futbolística azulgrana. Una doble e igualada eliminatoria en semifinales de
UEFA frente al Bayern Munich fue el tope alcanzado en Europa, pero siempre con
notable protagonismo de los jóvenes.
Nunca pudimos saber si la reconstrucción que Cruyff había
iniciado terminaría en éxito. Núñez se cansó y el 18 de mayo de 1996, por
mediación de Joan Gaspart, siempre fiel, despidió al holandés. El
argumento, la negativa de Cruyff a aceptar un recorte en sus funciones en el
club, como el fútbol base o los servicios médicos. Fuera esto cierto o no, el
caso es que estaba sentenciado hacía tiempo. Ni Núñez ni Gaspart podían vivir
con un enemigo de tal calibre, pero lo peor es que no supieron ni despedirle.
Le trataron como a un cualquiera. Si tenían razón, la perdieron. Le renovaron
en abril para echarle en mayo. Ni le derrotaron en el interminable pulso que
mantuvieron ni le ayudaron a mejorar realmente el equipo post Atenas.
Cruyff se despachó a gusto. “No me han dejado ni despedirme.
¿Y por qué tantas prisas? ¿Por qué no destituirme después del partido ante el
Celta para poder decir adiós a mi público?
La afición es inteligente y está por encima de las personas que dirigen
el club, a quienes no tengo ningún respeto”.
Al día siguiente había partido en el Estadi. Un Barça-Celta
que se convirtió en un abrumador plebiscito de la grada favorable a Cruyff.
Rexach, que se quedó con el banquillo, siempre superviviente, siempre con un
trabajo al que poder acudir andando desde su casa, accedió a un último guiño:
sustituyó a Jordi que pedía el cambio, a poco del final, y el hijo se llevó,
entre lágrimas y lanzando la camiseta a la grada, la ovación que correspondía
al padre. Pañuelos, rabia, furia. "Johan, no tardes", "Johan,
perdónalos, porque no saben lo que hacen". La afición había
criticado y con razón algunas decisiones de Cruyff, pero no aceptaba ni
comprendía que la mejor época del club terminara de manera tan impropia y
barriobajera. El alma del aficionado culé se adornó aquel día con un crespón
negro por ocho intensos e inolvidables años de emociones y fútbol.
Cruyff desterró del Camp Nou los complejos, el victimismo,
la cantinela escéptica del “Aquest any sí!” de cada verano y
los repetidos y habituales “Avui patirem”. Convirtió la
camiseta azulgrana en una orgullosa seña de identidad y disparó la autoestima
barcelonista hasta cotas nunca antes vistas. Así resumió Jorge Valdano la marcha del genio: “Se va Cruyff, un obstáculo menos
para el progreso de la mediocridad”.
Escrito originalmente para Jot Down Magazine
1 comentarios:
Genial el artículo. Saludos.
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