Pep Guardiola siempre decía que, puestos a escoger, prefería como rival a
un equipo encerrado atrás en su área que a otro más atrevido y
presionando la propia salida del balón. En su época de jugador,
Guardiola se hartó de jugar ese primer escenario, aglutinando balón en
el círculo central y distribuyendo a izquierda y derecha, haciendo
partícipes a los extremos que
Cruyff situaba en la cal bien para tocar
rápido y reiniciar, bien para cambiar el ritmo y barrer rivales mediante
acciones de uno contra uno.
Laudrup era capaz de regatear en seco.
Stoitchkov en velocidad.
Ambos capaces de enviar pases en profundidad y de aprovechar las
diagonales rudimentarias pero eficaces de aquellos interiores,
Amor,
Bakero. También de alimentar el apetito de gol y de pelota al pie de ese
genio disfrazado de indolente impostor llamado
Romario durante aquella
febril temporada del 94. La banda era en definitiva, para Guardiola y
para el equipo, un desahogo pero también un arma. Recurso y emblema.
Esta noche el Celtic de Glasgow, como estaba previsto, eligió la
opción de repliegue intensivo. Se encontró un gol como (mínimo) cada
equipo que últimamente se enfrenta al Barça, y se dedicó a defenderlo.
Lógico. El equipo azulgrana sacó el manual del cajón y comenzó a leer,
de memoria. Pero más que recitar, tartamudeaba. Sin
Busquets,
Song pasó
absolutamente inadvertido. Atrás también, donde apenas restó. Todo para
Xavi, como aquel Pep de los 90. Sin embargo, cada pelota que marchaba a
la banda, regresaba igual o peor, nunca mejorada. Pedro es voluntarioso,
inteligente y gran definidor. Pero le cuesta horrores eliminar rivales
por si mismo. Lo mismo vale para
Alexis, que hoy además pasó media hora
como ariete y también decepcionó, en esa virtud apreciada por ejemplo en
duras batallas con
Pepe y
Ramos. Engullido por los acontecimientos.
El equipo fue, una y otra vez, sin apenas lucidez. Solo empató al
borde del descanso con una jugada culminada por Iniesta entre esos tres
genios que iluminaron el estadio de Wembley en aquella noche de mayo de
2011, y únicamente ganó en el descuento cuando el Celtic ya defendía tan
cerca de su portero que ni era necesario el linier.
La paciencia es imprescindible para ese decorado que
indefectiblemente recuerda a la semifinal contra el Chelsea. El problema
es que el Barça de Vilanova ahora mismo no disfruta del pegamento que
le permitía atacar bien, recuperar rápido y mejor, para volver a atacar.
Por eso se sufre, y por eso cualquiera llega a
Valdés, más allá del
drama asumido del juego aéreo y de la anécdota pasajera de los goles en
contra. Las jugadas no se terminan bien, si no sería imposible ver a
Adriano chutar y chutar.
Messi retrocede su posición, tanto que en la
primera parte por momentos tenía a Xavi e
Iniesta por delante, y el área
del Celtic era poco menos que un erial carente de pólvora azulgrana. La
pelota llega a los extremos, muy adelantados, y la posición de remate
está vacía. Y hoy no estaba
Fábregas, por lo que no se le puede asignar
su cuota de responsabilidad en la falta de ortodoxia.
La mezcla necesita picante. El ingrediente agresivo de la amenaza
exterior. Que el lateral de turno sepa que no le bastará con guardar la
posición y rápidamente apoyar al centro. El uno contra uno, el desborde.
Cuanto más desaparece ese desequlibrio individual del fútbol moderno,
más lo necesitará el Barça. Ahora mismo, en octubre, la maquinaria en
piloto automático no es suficiente. Resultados justos ante rivales
competitivos pero que en un cercano universo serían goleados sin piedad.
No deben distraer, el juego es muy mejorable. La única certeza del
partido fue
Marc Bartra. El primer balón del partido que colgó el
Celtic, lo tocó innecesariamente sin ningún rival cerca en vez de
dejarlo pasar hacia Valdés. Iban veinte segundos de partido. A partir de
ahí, impecable. Rápido y luciendo personalidad y anticipación. La fama
que le precede era ruidosa pero en este caso muy merecida. El futuro es
suyo.
Foto: Manu Fernández (AP)
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